En la vida diaria vemos que todos nuestros actos libres tienen un fin, o sea, están dirigidos a obtener un beneficio. De esta forma, camino para llegar al lugar que deseo, trabajo con el fin de ganar dinero, hago ejercicio para tener buena salud, estudio para obtener buenas notas, veo películas para relajarme…
Aristóteles, reflexionando sobre las acciones y sus beneficios relativos, se preguntó por la finalidad de todo nuestro obrar (cf. Ética Nicomáquea). ¿Cuál es la razón profunda de las actividades que consumen diariamente nuestra vida? ¿Por qué trabajar por dinero, estudiar para entender, hacer compras y saciar necesidades, ver películas y relajarme? La respuesta del filósofo es sencilla: “casi todo el mundo afirma que el fin es la felicidad, y todos piensan que vivir y obrar bien implica ser feliz”.
La búsqueda de felicidad acompaña cada respiro de nuestra existencia. Desde esta óptica, todo nuestro actuar diario fluye naturalmente a un destino último, que le da sentido, y se llama felicidad. Estamos hechos para ser felices, es un anhelo natural.
El filósofo griego no se conformó con la constatación de esta realidad sino que también se planteó otro problema, que goza de gran actualidad: “ahora hemos de discutir sobre el contenido y el significado de la felicidad, puesto que algunos hacen consistir la felicidad en las riquezas, varios en los placeres y otros en los honores”. De esta forma, nos preguntamos ¿qué entiende el hombre, en el presente contexto cultural, por felicidad?
Muchos han identificado la felicidad con el dinero y las riquezas. Ciertamente, un abundante fajo de billetes podría reavivar el ánimo de cualquier mortal, pero no por lo que son, un montón de papeles con impresiones numéricas, sino por lo que representan: compras, viajes, descanso, etc. Las riquezas monetarias no son un fin sino un medio para adquirir otros beneficios con los cuales pretendemos alcanzar la felicidad.
Además, la experiencia nos demuestra que algunas personas con muchas riquezas no son plenamente felices y otras que sólo tienen lo necesario son felices plenamente. Las riquezas, ciertamente, nos pueden ofrecer una felicidad relativa, pero no la felicidad plena a la que estamos llamados por naturaleza. Por otro lado, el dinero es una realidad que está muy ligada a la suerte y al azar, mientras que la felicidad plena, aquello para lo que estamos hechos, no puede depender de cosas tan inestables, que muchas veces crean más preocupaciones que satisfacciones.
Varios refieren la felicidad a los placeres sensibles, pero si las riquezas producen alegrías transitorias, son mucho más efímeros los goces procurados a satisfacer la sensibilidad. Los placeres son como las pequeñas charcas nacidas después de la tormenta; al destellar el sol se evaporan y se las chupa la arena sedienta, no quedando más que esperar a la próxima borrasca. Con los placeres sensibles nos procuramos deleites efímeros, pero con ellos no podemos alcanzar una felicidad plena, que nos colme completamente.
Finalmente, otros creen encontrar la felicidad plena procurándose fama y estima que les llenen de glorias humanas. La buena fama, efectivamente, es el resultado que se esperaría lograr con una vida coherente y virtuosa. Los elogios y halagos que podamos buscar dependen principalmente de los demás. Así, alguno me puede adular, pero otro despreciar; puedo caerle bien a éste pero mal a otro. La fama que nos ofrecen los demás es fuente de una felicidad limitada, pero no perfecta, pues la opinión de los hombres es algo muy variable e inestable y de esto no puede depender una alegría plena.
Dinero, placeres y honores nos pueden brindar una felicidad limitada. Entonces, nos preguntamos: ¿es realmente cierto que para ser felices debemos contentarnos con pequeñas y fugaces alegrías momentáneas, las cuales, una vez terminadas, dejan muchas veces amargura en el corazón?
Para Aristóteles, la felicidad consiste en una vida entera, es decir, con bienes materiales suficientes, salud, amigos y tiempo para realizar las actividades superiores, especialmente para la contemplación.
El pensador medieval Tomás de Aquino también parte de la experiencia de que toda acción humana se realiza en vista a obtener un fin o beneficio. Desde esta perspectiva, formula la existencia del fin último hacia el que están dirigidos todos los fines o beneficios relativos al obrar humano. Santo Tomás identifica este fin último con la felicidad perfecta.
Para el Aquinate, fin último o felicidad perfecta se refieren a la bienaventuranza, la cual consiste en la contemplación de Dios. De esta forma, en santo Tomás, la única felicidad absoluta e incorruptible está en Dios (Suma de Teología, I-II).
El proyecto de una vida feliz, o sea, entera y plena, choca con la paradoja de la muerte, pero encuentra una solución en la inmortalidad, sin la cual sería imposible alcanzar la bienaventuranza. Es cierto que la felicidad perfecta es de carácter trascendente, pero también es cierto que en esta vida existe un reflejo de ella con el que el hombre puede ser, en parte dichoso si sabe orientar correctamente su vida.
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