San Mateo 5, 38-48: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”
¿Quién no se ha estremecido con las imágenes aterradoras que nos llegan desde los países en conflicto? ¿Un niño ensangrentado y mutilado? ¿Quién no se llena de indignación cuando escuchamos los horrores de las guerras? Muchos temen que una pequeña chispa desencadene una gran conflicto mundial y no son pocos los que hablan ya, de la posibilidad cercana de la Tercera Guerra Mundial. Nos escandalizamos de la irracionalidad de los conflictos y nos parece absurdo que de la nada surjan terribles masacres. El Papa Francisco hace constantes llamados a dejar a un lado los conflictos y la venganza.
“Los esfuerzos realizados en Colombia para construir puentes de paz y reconciliación pueden inspirar a todas las comunidades a superar las hostilidades y las divisiones.. Cuando las víctimas de la violencia son capaces de resistir a la tentación de la venganza, se convierten en promotores más creíbles de la no violencia y de la construcción de la paz”, afirma y pide que la no violencia “se pueda convertir en el estilo característico de nuestras decisiones, nuestras relaciones, nuestras acciones, de la políticas en todas sus formas”. ¿Lo hemos pensado para nuestras relaciones diarias en casa, en trabajo, en la sociedad?
Como cañonazos explosivos sonarán las frases que provienen desde la montaña y nos parecerá casi imposible hacerlas cercanas a este mundo tan saturado de violencia, de odios, y de dudas. El Levítico nos trae la exigencia que Dios le hace a Moisés: “Sean santos porque yo, el Señor, soy santo”. No es una afirmación ambigua, ni pretende una santidad estereotipada que nos aleja del mundo. Se traduce en actitudes muy concretas: “No odies a tu hermano ni en lo secreto de tu corazón… no te vengues ni guardes rencor… ama a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Está claro en qué consiste la santidad? Si reconocemos que tenemos un Dios que es bueno como el pan que a todos alimenta, que para todos se reparte, y si se nos invita a parecernos a Él, la santidad no quedará en aislamientos ni indiferencias. La santidad será como el sol que cada día, con una terca insistencia, pretende iluminar y dar calor a todos los humanos, sin hacer distinción de razas, de colores o de estados de ánimo. Así es nuestro Dios y así nos invita a vivir.
La segunda frase proviene de San Pablo: “¿No saben ustedes que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?”. ¿Cómo podemos vivir con apatía e indiferencia? No somos poca cosa. Dios no hace basura y nos ha formado con gran dignidad. Valemos mucho como personas. Sin embargo se han incrementado los suicidios en forma alarmante disque por decepciones amorosas, por problemas económicos o por soledad y alcoholismo. ¿Razones suficientes para acabar con la propia vida? Si no nos amamos nosotros, ¿cómo vamos a amar a los demás? El amor al prójimo está basado en el amor a nosotros mismos, pero necesitamos reconocer la propia dignidad. Y no se trata de falsos orgullos, sino de poner los cimientos de nuestro verdadero valor a tal grado que San Pablo dice: “Ustedes son de Cristo”. Necesitamos vivir con esa dignidad reconociéndonos templos llenos de la presencia de Dios. Nunca lo debemos olvidar y no podremos vivir de una manera negativa porque nosotros somos ese templo de Dios.
Cristo, desde la montaña, también se une a estas exigencias: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”. Invita a sus discípulos a romper la escalada que inicia con la violencia, que continúa con las venganzas y que finaliza dejando el corazón lleno de odios y resentimientos. La antigua ley buscaba proteger al más desvalido y exigía cobrar ojo por ojo y diente por diente, pero no solucionaba de fondo la violencia porque el corazón lleno de rencor no permite encontrar la paz. Quien se pudre por dentro para que no lo trague el prójimo, queda vacunado contra el hermano pero acaba podrido para toda la vida. El otro no puede ser “enemigo”, es un ser humano, alguien que sufre y goza, que busca y espera. Sí, ya sé que en la mente de muchos de nosotros se harán presentes esas personas molestas y fastidiosas que nos cuesta mucho tratar diariamente con cariño, o estaremos pensando en los grandes asesinos o en los narcotraficantes y corruptos. ¿Cómo amar o aceptar a tales personas? Mi pregunta siempre será: ¿cómo los ama Dios? ¿Cómo da la vida Jesús también por ellos? La violencia nunca se solucionará con violencia. ¿No tendremos también nosotros otra propuesta?
A Cristo lo llamaron loco, pero sus propuestas son las únicas que de verdad pueden solucionar la violencia. Y Cristo nos invita a realizar cosas “extraordinarias”. La vocación del cristiano es una vocación a la locura y también a lo extraordinario. No está llamado a ser mediocre y conformista, sino a realizar grandes proezas: parecerse a Dios Santo, vivir como templo de Dios y ser perfecto como el Padre celestial. La Palabra de Dios no es letra muerta, sino viva y palpitante y deja inquietos. Estamos llamados a realizar cosas extraordinarias, como es extraordinario el perdón, el amor sin condiciones, y la apertura a los diferentes. No se trata de utilizar palabras dulzonas ni de hacer ostentación de sentimientos, sino el comportamiento solícito por el otro. El amor cristiano nace de lo profundo de la persona, de saberse amado de Dios y quiere ser reflejo y expresión de ese amor del Padre que nos abraza a todos. Amar al prójimo significa hacerle bien pero también exige aceptarlo, respetarlo y descubrir lo que hay en él de presencia de Dios. El mal, a pesar de las apariencias, siempre será débil. El odio brota del miedo y de sentirse amenazado. La ofensa necesita de la venganza. En cambio el amor es la única fuerza capaz de cortar de raíz la violencia. Es urgente un “¡ya basta!” a la violencia y aceptar “la no violencia” que Cristo nos propone. El cristiano es vencedor no cuando logra posesionarse de las armas del enemigo, sino cuando dejando las propias armas, lo convierte en amigo. La debilidad del amor es la única fuerza capaz de desarmar el mal.
La invitación hoy será a tomar en serio las palabras que nos ofrece “La Palabra”, reconocernos como personas valiosas, amadas por Dios. Dejarnos cuidar, abrazar y querer por Dios Padre para así lanzarnos en pos del gran ideal, que nos parece extraordinario: amar, perdonar, ser santos y vivir como templos del Espíritu.
Señor Jesús, que nos propones a Papá Dios como único modelo de amor y de paz, concédenos que, dejando las armas de la venganza y la violencia, nos arriesguemos a acompañarte en tu aventura de construir un mundo sin odios, un mundo de hermanos, un reino de paz. Amén.
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