Sí, es posible dejarle dirigir, mansamente, el camino de nuestras vidas.
Podemos darle a Dios una alegría inmensa si nos dejamos amar por Él, si ponemos nuestra vida en sus manos.
Parece fácil, pero nos cuesta vivir así. Porque muchas veces preferimos nuestros planes, gustos, proyectos, deseos, y no somos capaces de descubrir que Dios nos prepara algo mucho más hermoso. También cuando nos quita algo que “bueno” para ofrecernos algo mucho mejor.
Un accidente nos puede privar de la salud, pero no nos aparta de Dios si tenemos un corazón atento, esponjoso, disponible. Incluso nos puede hacer más sensibles a las necesidades de los demás, y abrirnos los ojos para recordar que esta vida es sólo un tiempo de paso.
Un fracaso nos puede llenar de tristeza, al recordar la cercanía de Dios el corazón recibe un consuelo profundo: tenemos un Padre que nos espera, un día, en casa.
El rechazo de un “amigo” se nos clava en el alma, pero sabemos que la amistad de Dios es constante y nos alienta en los momentos más difíciles de la vida.
La muerte de un familiar o de un amigo deja vacíos profundos, pero la confianza en Dios nos permite saber que nadie muere sin el permiso divino, y que existe un juicio en el que la misericordia salvará a quienes se dejaron amar por el Amor.
Todos necesitamos ser amados. No podemos vivir sin amor, como recordaba con frecuencia Juan Pablo II. Si abrimos el alma y nos dejamos tocar por ese Dios cercano, amigo, enamorado del hombre y lleno de bondad misericordiosa, nuestra vida será mucho más hermosa y más buena.
Sí: es posible dejarnos amar por Dios, dejarle dirigir, mansamente, el camino de nuestras vidas. Entraremos entonces en un mundo maravilloso. Los pequeños o grandes malos ratos serán curados por el bálsamo más hermoso: el que recibimos desde la caricia eterna de nuestro Padre de los cielos.
Parece fácil, pero nos cuesta vivir así. Porque muchas veces preferimos nuestros planes, gustos, proyectos, deseos, y no somos capaces de descubrir que Dios nos prepara algo mucho más hermoso. También cuando nos quita algo que “bueno” para ofrecernos algo mucho mejor.
Un accidente nos puede privar de la salud, pero no nos aparta de Dios si tenemos un corazón atento, esponjoso, disponible. Incluso nos puede hacer más sensibles a las necesidades de los demás, y abrirnos los ojos para recordar que esta vida es sólo un tiempo de paso.
Un fracaso nos puede llenar de tristeza, al recordar la cercanía de Dios el corazón recibe un consuelo profundo: tenemos un Padre que nos espera, un día, en casa.
El rechazo de un “amigo” se nos clava en el alma, pero sabemos que la amistad de Dios es constante y nos alienta en los momentos más difíciles de la vida.
La muerte de un familiar o de un amigo deja vacíos profundos, pero la confianza en Dios nos permite saber que nadie muere sin el permiso divino, y que existe un juicio en el que la misericordia salvará a quienes se dejaron amar por el Amor.
Todos necesitamos ser amados. No podemos vivir sin amor, como recordaba con frecuencia Juan Pablo II. Si abrimos el alma y nos dejamos tocar por ese Dios cercano, amigo, enamorado del hombre y lleno de bondad misericordiosa, nuestra vida será mucho más hermosa y más buena.
Sí: es posible dejarnos amar por Dios, dejarle dirigir, mansamente, el camino de nuestras vidas. Entraremos entonces en un mundo maravilloso. Los pequeños o grandes malos ratos serán curados por el bálsamo más hermoso: el que recibimos desde la caricia eterna de nuestro Padre de los cielos.
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