Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
En aquel tiempo un fariseo le rogó a Jesús que comiera con él, y, entrando Jesús en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora. Jesús le respondió: Simón, tengo algo que decirte. Él dijo: Di, maestro. Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? Respondió Simón: Supongo que aquel a quien perdonó más. Él le dijo: Has juzgado bien, y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra. Y le dijo a ella: Tus pecados quedan perdonados. Los comensales empezaron a decirse para sí: ¿Quién es éste que hasta perdona los pecados? Pero Él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado. Vete en paz. Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.
Reflexión
1. Los textos bíblicos de hoy exigen una decisión de nosotros, porque nos muestran dos alternativas: la actitud o mentalidad del hombre viejo y del hombre nuevo.
El hombre viejo es el hombre de la ley lo encontramos en el fariseo del evangelio.
El hombre nuevo u hombre pascual es el hombre del amor se nos presenta en la pecadora del Evangelio.
2. El hombre viejo es el hombre de la ley.
A partir de la ley de Moisés, los fariseos han inventado un catálogo de prácticas y prohibiciones. Es tan ingenioso que basta con respetarlo para estar en regla con Dios.
No interesa ya que el corazón esté endurecido, ni la fe apagada. Lo único importante son los gestos y ritos. Así la fidelidad a la letra hace olvidar el espíritu de la ley.
En consecuencia, la actitud del fariseo es la de soberbia, de autocomplacencia y de desprecio hacia los demás. Él no necesita a Dios, ni su misericordia ni su justificación. Porque él se cree limpio de todo pecado y se da como justificado por el mérito de sus buenas obras propias. Y así queda ante Dios como pecador que no es perdonado.
3. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros?
Me parece que quiere llamar nuestra atención sobre un peligro inherente de la vida cristiana: el formalismo, el legalismo, la rutina religiosa.
Es el peligro de toda religión: realizar fiestas y ritos, pero sin cambiar en nada la vida de cada día, sin cambiar en nada la actitud frente a Dios y a los demás.
Así es como el cristianismo muere. El mayor en enemigo de la Iglesia no es el odio, ni la persecución. Al contrario, estas adversidades son un estímulo y una ocasión para renovarnos. Tampoco lo es el pecado, porque todo pecado puede convertirse en una falta bendita, gracias al arrepentimiento y el perdón.
El mayor enemigo del cristianismo es la rutina. Ella se insinúa sin que nos demos cuenta. Es ella la que reseca el corazón y corrompe los mejores anhelos. La rutina nos hace rezar sin respeto, nos hace asistir a misa sin gozo, sin acción de gracias y sin provecho. Nos hace venir a la Iglesia con el corazón cerrado y nos obliga a marcharnos tal como hemos llegado.
4. Sin embargo, creemos que estamos asegurando nuestra salvación yendo a misa todos los domingos. Pero de nada nos servirá el haber asistido a misa, si al salir no ha cambiado nada en nuestro corazón, en nuestra conducta, en nuestras costumbres.
¿Para qué comulgar con el Cuerpo de Cristo y encontrarse en Él con todos sus miembros, nuestros hermanos, si al salir quedamos guardando rencor contra uno de ellos, si no nos amamos un poco más que antes, si no nos sentimos más cerca unos de otros?
5. El hombre nuevo es el hombre del amor. Lo encontramos en la pecadora del Evangelio. Ella se sabe pecadora y se reconoce como tal ente Jesús. Y por su gran amor el Señor le perdona: Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor.
Vivir el amor, no cumplir la ley, es la característica del hombre nuevo. La ley es la frontera: el amor es el horizonte de la vida cristiana.
San Agustín lo expresa en forma concisa: ¡Ama y haz lo que quieras! Pues, el que ama, sólo puede querer el bien. El amor le basta. El amor le es todo.
6. Pero, ¿sabemos nosotros realmente amar? Muchas veces creemos amar, y nos hacemos más que amarnos a nosotros mismos. ¿En qué consiste, entonces, el auténtico amor?
Amor, en su esencia, es entregarse al otro y a los otros. Amor, en primer lugar, no es sentir, no es un paso instintivo, sino la decisión de nuestra voluntad de ir hacia los demás y entregarnos a ellos.
El amor es un camino con dirección única: parte siempre de mí para ir a los demás. Cada vez que tomo en posesión algo o a alguien para mí, dejo de amar, pues dejo de dar. Camino a contramano
Más ama, quien más se da. Si queremos amar sin límites, hemos de estar dispuestos a dar nuestra vida, a favor del otro y de los otros. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos, nos dice Jesús en sus despedidas (Jn 15, 13)
7. Queridos hermanos, si queremos ser perdonados, ahora y al final de nuestra vida, tenemos que amar. Pidamos por eso, a Jesucristo, que encienda en nuestro corazón este fuego del amor que hace auténtico y grande nuestra existencia igual que la suya.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Reflexión
1. Los textos bíblicos de hoy exigen una decisión de nosotros, porque nos muestran dos alternativas: la actitud o mentalidad del hombre viejo y del hombre nuevo.
El hombre viejo es el hombre de la ley lo encontramos en el fariseo del evangelio.
El hombre nuevo u hombre pascual es el hombre del amor se nos presenta en la pecadora del Evangelio.
2. El hombre viejo es el hombre de la ley.
A partir de la ley de Moisés, los fariseos han inventado un catálogo de prácticas y prohibiciones. Es tan ingenioso que basta con respetarlo para estar en regla con Dios.
No interesa ya que el corazón esté endurecido, ni la fe apagada. Lo único importante son los gestos y ritos. Así la fidelidad a la letra hace olvidar el espíritu de la ley.
En consecuencia, la actitud del fariseo es la de soberbia, de autocomplacencia y de desprecio hacia los demás. Él no necesita a Dios, ni su misericordia ni su justificación. Porque él se cree limpio de todo pecado y se da como justificado por el mérito de sus buenas obras propias. Y así queda ante Dios como pecador que no es perdonado.
3. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros?
Me parece que quiere llamar nuestra atención sobre un peligro inherente de la vida cristiana: el formalismo, el legalismo, la rutina religiosa.
Es el peligro de toda religión: realizar fiestas y ritos, pero sin cambiar en nada la vida de cada día, sin cambiar en nada la actitud frente a Dios y a los demás.
Así es como el cristianismo muere. El mayor en enemigo de la Iglesia no es el odio, ni la persecución. Al contrario, estas adversidades son un estímulo y una ocasión para renovarnos. Tampoco lo es el pecado, porque todo pecado puede convertirse en una falta bendita, gracias al arrepentimiento y el perdón.
El mayor enemigo del cristianismo es la rutina. Ella se insinúa sin que nos demos cuenta. Es ella la que reseca el corazón y corrompe los mejores anhelos. La rutina nos hace rezar sin respeto, nos hace asistir a misa sin gozo, sin acción de gracias y sin provecho. Nos hace venir a la Iglesia con el corazón cerrado y nos obliga a marcharnos tal como hemos llegado.
4. Sin embargo, creemos que estamos asegurando nuestra salvación yendo a misa todos los domingos. Pero de nada nos servirá el haber asistido a misa, si al salir no ha cambiado nada en nuestro corazón, en nuestra conducta, en nuestras costumbres.
¿Para qué comulgar con el Cuerpo de Cristo y encontrarse en Él con todos sus miembros, nuestros hermanos, si al salir quedamos guardando rencor contra uno de ellos, si no nos amamos un poco más que antes, si no nos sentimos más cerca unos de otros?
5. El hombre nuevo es el hombre del amor. Lo encontramos en la pecadora del Evangelio. Ella se sabe pecadora y se reconoce como tal ente Jesús. Y por su gran amor el Señor le perdona: Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor.
Vivir el amor, no cumplir la ley, es la característica del hombre nuevo. La ley es la frontera: el amor es el horizonte de la vida cristiana.
San Agustín lo expresa en forma concisa: ¡Ama y haz lo que quieras! Pues, el que ama, sólo puede querer el bien. El amor le basta. El amor le es todo.
6. Pero, ¿sabemos nosotros realmente amar? Muchas veces creemos amar, y nos hacemos más que amarnos a nosotros mismos. ¿En qué consiste, entonces, el auténtico amor?
Amor, en su esencia, es entregarse al otro y a los otros. Amor, en primer lugar, no es sentir, no es un paso instintivo, sino la decisión de nuestra voluntad de ir hacia los demás y entregarnos a ellos.
El amor es un camino con dirección única: parte siempre de mí para ir a los demás. Cada vez que tomo en posesión algo o a alguien para mí, dejo de amar, pues dejo de dar. Camino a contramano
Más ama, quien más se da. Si queremos amar sin límites, hemos de estar dispuestos a dar nuestra vida, a favor del otro y de los otros. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos, nos dice Jesús en sus despedidas (Jn 15, 13)
7. Queridos hermanos, si queremos ser perdonados, ahora y al final de nuestra vida, tenemos que amar. Pidamos por eso, a Jesucristo, que encienda en nuestro corazón este fuego del amor que hace auténtico y grande nuestra existencia igual que la suya.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
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