Deseo detenerme con
ustedes hoy en la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. La vida de estas
dos personas parece recorrer caminos paralelos: las condiciones de vida son
opuestas y del todo incomunicadas. La puerta de la casa del rico está siempre
cerrada al pobre, que reposa allí afuera, buscando comer cualquier residuo de
la mesa del rico. Él usa vestidos de lujo, mientras que Lázaro está cubierto de
llagas; el rico cada día come generosamente, mientras que Lázaro muere de
hambre. Sólo los perros cuidan de él, y lamen sus llagas. Esta escena recuerda
el duro reclamo del Hijo del hombre en el juicio final: «Porque tuve hambre, y
ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba […]
desnudo, y no me vistieron» (Mt 25, 42-43). Lázaro representa bien el
grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un
mundo en el cual las inmensas riquezas y recursos están en las manos de pocos.
Jesús dice que un
día aquel hombre rico murió -los pobres y los ricos mueren, tienen el mismo
destino, todos nosotros, no hay excepciones a esto- y entonces se dirigió a
Abraham suplicándole con el apelativo de “padre” (v. 24.27). Reclama, por lo
tanto, de ser su hijo perteneciente al pueblo de Dios. Y sin embargo en vida no
ha mostrado alguna consideración hacia Dios, más bien ha hecho de sí mismo el
centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de desperdicio. Excluyendo a
Lázaro, no ha tenido en cuenta ni al Señor, ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es
despreciar a Dios! Y esto debemos aprenderlo bien ¡Ignorar al pobre es
despreciar a Dios! Hay un particular en la parábola que cabe señalar: el rico
no tiene un nombre, sólo el adjetivo “el rico”, mientras que aquel del pobre es
repetido cinco veces, y “Lázaro” significa “Dios ayuda”. Lázaro, que reposa
delante a la puerta, es una llamada viviente al rico para recordarse de Dios,
pero el rico no acoge tal llamado. Será condenado por lo tanto no por sus
riquezas, sino por haber sido incapaz de sentir compasión por Lázaro y
socorrerlo.
En la segunda parte
de la parábola, reencontramos a Lázaro y el rico después de su muerte (v.
22-31). En el más allá la situación se ha invertido: el pobre Lázaro es llevado
por los ángeles al cielo con Abraham, el rico en cambio cae entre los
tormentos. Entonces el rico «levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y
a Lázaro a su lado». Le parece ver a Lázaro por primera vez, pero sus palabras
lo traicionan: «Padre Abraham –dice– ten piedad de mí y manda a Lázaro,
lo conocía eh, manda a Lázaro a meter en el agua la punta del dedo y a mojarme
la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama». Ahora el rico reconoce
Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida fingía no verlo. Cuántas veces,
cuántas veces, tanta gente finge no ver a los pobres, para ellos los pobres no
existen ¡Antes le negaba los residuos de su mesa, y ahora querría que le
llevara de beber! Cree todavía poder poseer derechos por su precedente
condición social. Declarando imposible cumplir su solicitud, Abraham en persona
ofrece las claves de toda la narración: él explica que los bienes y males han
sido distribuidos de modo de compensar la injusticia terrena, y la puerta que
separaba en vida al rico del pobre, se ha transformado en «un gran abismo».
Hasta que Lázaro estaba bajo su casa, para el rico había posibilidad de
salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos están muertos,
la situación se ha transformado en irreparable. Dios no es nunca llamado
directamente en causa, pero la parábola pone claramente en guardia: la
misericordia de Dios hacia nosotros está vinculada a nuestra misericordia hacia
el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro
corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro la puerta de mi corazón al
pobre, aquella puerta permanece cerrada, también para Dios, y esto es terrible.
A este punto, el
rico piensa en sus hermanos, que corren el riesgo de tener el mismo fin, y pide
que Lázaro pueda volver al mundo a advertirles. Pero Abraham responde: «Tienen
a Moisés y a los profetas, que escuchen a ellos». Para convertirnos, no debemos
esperar eventos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que
nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un
corazón árido y curarlo de su sequedad. El rico conocía la Palabra de Dios,
pero no la ha dejado entrar en el corazón, no la ha escuchado, por eso ha sido
incapaz de abrir los ojos y de tener compasión del pobre. Ningún mensajero y
ningún mensaje podrán sustituir los pobres que encontramos en el camino, porque
en ellos nos viene al encuentro Jesús mismo: «Todo aquello que hicieron con el
más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40),
dice Jesús. Así en la inversión de las suertes que la parábola describe está
escondido el misterio de nuestra salvación, en que Cristo une la pobreza a la
misericordia.
Queridos hermanos y
hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la
tierra, podemos cantar con María: «Derribó a los poderosos de su trono, elevó a
los humildes; colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las
manos vacías» (Lc 1,52-53). Gracias.
Papa Francisco
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