Comenzamos el mes de de noviembre con dos grandes celebraciones cristianas: el día 1 de noviembre, la fiesta de Todos los Santos y el día 2 de noviembre, la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos.
Hemos constatado que junto a estas celebraciones, se ha ido extendiendo la Noche de Halloween, el 31 de octubre, pero ésta no es una fiesta cristiana y rompe con la fe en Cristo Resucitado, cuando se relaciona con supersticiones e incluso con ciertos cultos satánicos.
Conmemorar a los fieles difuntos es creer en Cristo Señor de la vida y de la muerte, actuante y resucitado, es reavivar nuestro sentido de comunidad eclesial y es, al mismo tiempo, testimonio de que somos peregrinos en este mundo, caminantes hacia la eternidad. Resulta, entonces, que entre la conmemoración a los Fieles Difuntos y la fiesta de Halloween hay un gran abismo. El primero festeja a la vida, al amor, la comunión, la fe y la esperanza; el segundo es un culto a lo tenebroso, a lo siniestro o de muerte, a lo lúgubre y a lo perverso. Como seres libres, los cristianos podemos decidir a cuál de las dos fiestas debemos darle realce e importancia. Ojalá que optemos por la que celebra el amor y la esperanza, la vida y la salvación plenas.
Detengámonos, pues, en nuestras fiestas cristianas:
El 1º de noviembre, fiesta de Todos los Santos, en que nos alegramos no sólo con los beatos y los santos canonizados por la Iglesia en un acto oficial y público, sino que incluimos a todos aquellos que ya gozan de la plena redención de Jesucristo y así participan en la gloria de Dios. Entre ellos hay familiares, amigos, conocidos o no conocidos, por ejemplo aquellos y aquellas cuyo testimonio de vida nos ha llevado hacia Dios. Los santos son nuestros intercesores ante Dios y nos motivan para asumir también nosotros el anhelo de santidad, de modo que participemos un día en esa gloria de Dios, que ha de ser la meta máxima de nuestra vida.
Nos enseña san Juan: “Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). Por eso celebramos con gozo esta fiesta de Todos los Santos, uniéndonos a ellos para alabar a Dios y renovar la esperanza de gozar un día con ellos y como ellos la visión eterna de Dios.
Al día siguiente, el 2 de noviembre, nos unimos en oración por todos los fieles difuntos: familiares, amigos y todos aquellos y aquellas que han muerto en el mundo entero y que no nos consta si se han salvado o no (sólo Dios lo sabe), pero acudiendo a la misericordia divina, le pedimos al Señor que si ellos, al morir, se han unido a la muerte de Cristo, ahora se unan para siempre a su Resurrección. Es normal que nos duela la muerte de los seres queridos, especialmente si ha sido reciente, pero los seguimos entregando y encomendando al Dios misericordioso, pidiéndole que ellos gocen ahora de su presencia.
Al celebrar a todos los difuntos, también ofrecemos a Dios lo que nos queda de vida, para realizarla según Dios, y nos preparamos a nuestra propia muerte, sabiendo que al final de nuestra vida se nos juzgará sobre el amor, no sólo manifestado de palabra o en nuestras devociones sino, sobre todo, en nuestras buenas obras.
La muerte
En todas las culturas y en todos los tiempos, ha existido una celebración dedicada a los que ya no comparten el mundo de los vivos. ¿Por qué?
Es que la muerte es una de las experiencias más radicales del ser humano: conocer y reconocer que la vida tiene un fin, lleva a la pregunta por el sentido de la existencia. Por otro lado, la pérdida de un ser querido nos hiere en lo más profundo de nuestro ser. El dolor y la soledad que produce una muerte cercana, son sentimientos intensos que trastocan nuestro espíritu. Recordar a nuestros parientes, seres queridos y amigos difuntos, es una actitud humana y cristiana. La historia de la Salvación no es ajena a esta vivencia humana, por ello la Iglesia instituyó el Día de los Fieles Difuntos. Pero ¿cómo se instituyó?, ¿qué sentido tiene?
Un poco de historia
Ya en el Antiguo Testamento se hace referencia a la costumbre de ofrecer sacrificios por los muertos para librarlos de sus pecados (2 Mac 12,43-46). En los primeros años del cristianismo, se escribían los nombres de los que habían partido, en una especie de libro hecho de dos tablas, llamado “La díptica” para orar por ellos. También se recordaba a los mártires en un día especial. San Agustín, en las Confesiones, menciona cómo su madre santa Mónica, antes de morir, le pide que no se olvide de orar por ella: “Solamente os pido esto: que donde os encontréis, os acordéis de mí ante el altar del Señor”.
La siguiente noticia que tenemos viene de los primeros monasterios: en el siglo VI los benedictinos tenían una conmemoración de los miembros difuntos, en Pentecostés. En España, en el siglo VII, sesenta días antes de Pascua, se recordaba a los cristianos fallecidos; mientras que en Alemania el día para conmemorarlos era el 1 de octubre. Hacia el año 998, san Odilón, abad del monasterio de Clunny, instituyó la “Fiesta de los muertos” al día siguiente de la celebración de “Todos los Santos”.
Sentido cristiano del Día de los Fieles Difuntos
El conmemorar este día nos hace recordar los siguientes aspectos:
* Lo primero que debemos destacar, es que la celebración nos hace renovar nuestra confianza en Cristo Resucitado; es decir, en lo que constituye la columna de nuestra fe, pues si “Cristo no resucitó, vana es nuestra fe”, como dice san Pablo (1 Cor 15,14.17). El culto a los difuntos se convierte en el culto del Misterio pascual de Cristo.
* Nos recuerda nuestra fragilidad. Pese a nuestra inteligencia y avances, no tenemos el control sobre los misterios de la naturaleza, mucho menos sobre los insondables destinos del Señor. Desde esta perspectiva, la fiesta nos invita a vivir la humildad cristiana. Porque el ser humano no está solo en el universo, depende radicalmente de su relación con Dios. Intentar desaparecer esta perspectiva, es uno de los motivos de los resquebrajamientos morales y sociales del mundo actual.
* Somos peregrinos, hemos de tenerlo en cuenta. Vamos por el camino de la vida hacia un destino común: “ser ciudadanos del cielo”. La realidad de la muerte terrena se impone, pero es un paso obligado hacia la vida que impulsa y motiva a los cristianos: la vida eterna. Esta creencia y gozo en “la resurrección de la carne”, como afirma el Credo, significa reconocer que hay un fin último, una finalidad última para toda la vida humana. Esto le concede un sentido y esperanza al hecho natural de la muerte. No estamos arrojados a este mundo por azar y sin esperanza; todo lo contrario, somos creados por un acto de amor divino y debemos manifestarlo en nuestra vida cotidiana y, una vez que partamos de este mundo, retornaremos a nuestro Creador que, como menciona san Agustín: Señor, nos hiciste para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti.
* El ser humano no es un ser para la muerte; hemos de estar convencidos de ello. Porque, muy al contrario, a ejemplo de Cristo, los cristianos debemos ser personas volcadas a la vida, dando a conocer la experiencia salvífica de Cristo resucitado. La muerte es consumación y advenimiento, es decir, el fin de nuestra estancia o estadía aquí en la tierra, pero el inicio de nuestra existencia en la Gloria, en el cielo.
* Somos puente de unión entre la Iglesia militante y nuestros antecesores en la fe, lo que se conoce como la “Iglesia triunfante” (los que ya gozan de la presencia de Dios) y la “purgante” (los que están preparándose para disfrutar de la presencia del Altísimo). En otras palabras, esta fiesta de los difuntos nos da un sentido de comunidad. Los cristianos no estamos solos ante las vicisitudes o pruebas de la vida. Contamos con la oración continua de nuestros antecesores y, al mismo tiempo, nuestras plegarias suben a la Iglesia triunfante y ayudan a la Iglesia purgante.
* Desde estos presupuestos, podemos visitar los sepulcros donde “duermen en el Señor” aquellos familiares, amigos y hermanos en la fe, orar por su eterno descanso, celebrar por ellos la Eucaristía, banquete pascual, y recordarlos con cariño y agradecimiento, con la fe puesta en el Señor, de que ya han pasado de la muerte a la vida.
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